Por: Eugenia Gutiérrez.
Este nublado silencio que nos agrupa, esta cancha multifacética de bailes y deportes que hoy nos recibe para forjarnos como escuchas. A rostro descubierto, unos mil simpatizantes y adherentes de la Sexta encontrando su lugar de pie para las próximas cuatro horas de mensajes sinceros. A rostro cubierto y también de pie, unas tres mil bases de apoyo envolviéndonos alrededor de la cancha, encajadas en un lodo claro. En el templete, decenas de personas sentadas y calladas, tapada la cara o destapada pero con todas las miradas firmes, enmarcadas por un horizonte liquidámbar. Una enorme imagen de Galeano que sonríe a sus espaldas y nos mira de frente con la bandera mexicana a su lado. Siete números de una ceremonia tan propia del zapatismo, con himno nacional a ritmo lento de chun-ta-ta que el comandante Guillermo invita a entonar con respeto, con palabras para Luis Villoro de Pablo González Casanova leído por el comandante David, de Adolfo Gilly, de Fernanda Navarro, de Juan Villoro.
Como sexto número, las intervenciones zapatistas: el Subcomandante Insurgente Marcos leído por el Subcomandante Insurgente Galeano que, con hache de humanidad, de homenaje y de “había una vez”, nos cuenta cómo se hizo zapatista Luis Villoro en el cuartel “cama de nubes”. Luego las intervenciones para el maestro: del sup Galeano que nos lee el cuaderno de notas de su compañero caído, de la compañera escucha Selena y el compañero Manolo a nombre de La Realidad y del pueblo Nueva Victoria, donde vivió el maestro Galeano; de los jóvenes Lizbeth y Mariano, hijos de Galeano; del Subcomandante Insurgente Moisés para dirigirse a los pueblos y para anunciar el último número: el himno zapatista, también a ritmo lento de chun-ta-ta y entonado con respeto.
Este aniversario luctuoso que nos indigna y nos redignifica. A la izquierda del San Andrés de los diálogos y de los pobres, apenas un atisbo del panteón colorido donde yace Ramona. Unos kilómetros más tarde, esta humedad manifiesta que nos augura un plenilunio encapuchado. En la avenida central del caracol, un vaivén de pasamontañas y milicianos que nos arropa y empuja hacia arriba, performans de piratas insurgentes que son al mismo tiempo el barco y el oleaje que nos conduce hacia la puerta para que volvamos juntos mar adentro a la memoria de Galeano y de Villoro.
Unas tres mil personas bien conscientes de que “la gran ausente de la historia” es la justicia, como nos dice Fernanda que decía don Luis, cuyas cenizas serán depositadas bajo un árbol en el Oventik donde su “romance se consumó”. Esta neblina tibia que nos refresca la mente, este caracol estoico de solemnidad sencilla, de homenajes posibles sólo aquí. Villoro su hijo asegurando “mi padre odiaba los homenajes” y “por eso hay que homenajearlo”. Adolfo su amigo recordando el papel del filósofo Luis como “liberador y revolucionario” en este “pedazo de cosmos en que nos tocó vivir” y donde “toda liberación implica ruptura”. Don Pablo narrando su encuentro con un Luis Villoro que desde 1978 sabía que “la solución no es lógica sino ética”.
Desde su voz de hombre y escritor, Juan Villoro afirmando que “nos hemos reunido en una nube” que hoy “nos regala el zapatismo”, dolido en paz porque su padre “inició el camino”, como decían los mayas de antes. Desde la voz del niño que fue, el mismo Juan Villoro seguro de que México puede trascender hacia un lugar “del otro” donde por fin podamos entendernos, donde “todos corren y gana el más pequeño, el más frágil, el más débil” como nos lo ha enseñado el zapatismo de los mayas de ahora y como se lo enseñó a él su padre, ese filósofo que le dejaba ganar en carreras desiguales y que le contaba historias de sabios que saben que “el amanecer comienza cuando en la primera luz del día veo llegar a un desconocido y pienso que es mi hermano”.
En todas las palabras zapatistas, la rabia ante el asesinato de un hombre ejemplar. Selena informando que Galeano no luchó sólo para él “sino para todos nosotros”, que impartía lecciones de “compañerismo y disciplina” en sus trabajos de organización frente a la ofensiva del gobierno para “que no él nos derrote” sino “que nosotros lo vamos a derrotar”, que “era bueno, nos quiere, nos quiso” y que “amó a su pueblo de México y en todo el mundo”. Manolo hablando a nombre de La Realidad, del dolor y la rabia terribles que sienten y “que es la realidad”, exhortándonos a organizarnos sin desanimarnos ni odiar, pues “el coraje y el odio es la derrota de uno mismo”. Lizbeth asegurando que su padre les dio siempre “todo el derecho para hacer los trabajos de la lucha” porque “sabía cómo vivir” y trabajar “sin migajas del mal gobierno”. Mariano contándonos que su padre “era un hombre que respetaba a la gente”, asegurando que no se siente derrotado porque Galeano le dejó tres familias: 1) su madre, sus hermanitas, sus hermanitos, 2) el EZLN y 3) “ustedes, compañeras y compañeros de la Sexta”, afirmando desde sus 18 años “son ustedes la esperanza de mi pueblo; fueron ustedes la esperanza de mi padre”, y mirándonos sin titubear cuando concluye “no les digo ‘adiós’ porque aquí falta justicia”. Las palabras del sup Moi atravesándonos para llegar hasta los pueblos que nos envuelven, dejándonos marcas indelebles a su paso.
Esta alegría tan apacible, tan impropia de un homenaje póstumo en el que dos ausentes finalmente se conocen. Esta esperanza de liberación desde los libres, de justicia autoconstruida y de impensable rendición. El eco de lo dicho por tantos Galeanos retumbando en nuestras elecciones: “esta muerte, al museo; esta vida, a la vida”.
De: Colectivo Radio Zapatista.
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